Nadie es inmune a los efectos de esta pandemia aunque no se manifiesten de la misma forma ni con la misma intensidad en todas las personas. Desde que esto comenzó en el mes de marzo hemos pasado por varias fases, propias de la adaptación a cualquier catástrofe . Primero, fue la negación de la amenaza acompañada de un sentimiento de incredulidad ("aquí eso no puede pasar") que funcionó como mecanismo de defensa pero también ralentizó nuestra respuesta. Después, tras la declaración del estado de alarma y el confinamiento, comenzamos a intuir que la amenaza era real y hubo algunas reacciones de alerta (por ejemplo, el aprovisionamiento de productos de alimentación e higiene), pero también se generó un movimiento de solidaridad y optimismo en el que todo el mundo quería aportar su granito de arena para hacer más llevadero el confinamiento. Pusimos dibujos en nuestras ventanas con el lema "todo irá bien", empezamos a salir a aplaudir a los que están en primera línea del combate contra el virus, nos animamos a hacer actividades que teníamos aparcadas, a dedicar más tiempo a nuestra familia y amigos, etc. en definitiva, vimos en este momento una oportunidad que aprovechar. Pero conforme fueron pasando los días, cuando las limitaciones del confinamiento pesaban y las noticias sobre la evolución de la pandemia empeoraban, el estado de ánimo empezó a decaer y muchas personas empezaron a sentirse apáticas, enfadadas o estresadas. La sensación de shock o irrealidad (muchos sienten vivir en una película o una pesadilla) unida a la incertidumbre de no saber cuándo y cómo va a terminar esta pandemia se apoderó de nuestras vidas y fuimos más conscientes de la magnitud del problema: sanitario, social y económico. Fuimos cayendo en la cuenta de que no volveríamos al punto de partida sino a un modo de vida diferente y tendríamos que adaptarnos por largo tiempo.
No todas las personas avanzan al mismo ritmo en este proceso. La capacidad de adaptación de cada individuo depende no sólo del impacto traumático de las experiencias vividas (si hemos estado combatiendo con la enfermedad porque somos sanitarios, la hemos padecido directamente o a través de un familiar, si la crisis ha tambaleado nuestra estabilidad laboral o económica, etc.), sino también de los recursos personales que posea cada uno para enfrentarse, desde las propias habilidades emocionales hasta la calidad de su apoyo social.
Es común que el malestar se manifieste después de la catástrofe. Según investigaciones recientes, las personas inmersas en una catástrofe tienden a inhibir sus pensamientos y sentimientos y evitan hablar del tema como forma de manejar la ansiedad, pero esto que en principio es adaptativo tiene un elevado coste en forma de síntomas ansiosos y/o depresivos que pueden derivar en trastornos de estrés postraumático y en ocasiones en conductas de riesgo como el consumo de drogas, alcohol, etc.
Por ello, es importante reforzar nuestros recursos personales para minimizar el impacto psicológico de esta pandemia. En palabras de Boris Cyrulnik, hacernos más resilientes, es decir, "ser capaces de iniciar un desarrollo después del trauma", consiste sobre todo en reforzar la confianza en sí mismos, la habilidad para manejar las emociones negativas y nuestra red de apoyo social.
A medida que podamos ir expresando y elaborando las vivencias y las emociones que las acompañan, iremos asimilando todo lo que nos ha pasado y componiendo una narración que transforme nuestra identidad y le dé un nuevo sentido a nuestra vida.